Hay hoteles que se visitan por sus habitaciones, otros por su historia y algunos, muy pocos, por el puro privilegio de su ubicación. El Fairmont Monte Carlo pertenece a esta última categoría: un coloso arquitectónicamente singular, suspendido sobre el Mediterráneo y situado frente a la legendaria curva del circuito urbano de Fórmula 1 que lleva su nombre.
Llegar a su entrada es sumergirse de lleno en el teatro permanente que es Mónaco. Entre superdeportivos, perfumes intensos y miradas calculadas, uno entrega las llaves al servicio de aparcacoches… con la esperanza de que el coche vuelva pronto. Aquí, el servicio puede rozar el caos, y la espera se convierte en parte del guion.
El edificio, audaz y monumental, recuerda a los resorts estadounidenses de los años noventa: pasillos largos, alfombras mullidas, mobiliario de otra época. Las habitaciones, sorprendentemente amplias para la Costa Azul, ofrecen confort pero no modernidad. El diseño acusa el paso del tiempo, aunque se compensa con las vistas: ya sea el azul infinito del mar o el espectáculo incesante de la famosa curva, cada ventana se convierte en un balcón privilegiado.
En lo alto, Nikki Beach funciona como un imán social. La terraza, con piscina y panorámica deslumbrante, se desluce al ritmo de música demasiado alta, las copas en mano y un público más entregado a ser visto que a ver. Para unos, una fiesta sin tregua; para mí, ruido y exceso.
La oferta gastronómica es variada, pero no memorable. Cumple, sin satisfacer, algo por lo demás habitual en Mónaco. La calidad es correcta, pero la ambición gastronómica parece no estar a la altura de la ambición arquitectónica.
El Fairmont Monte Carlo es, en esencia, un hotel con una ubicación inmejorable y un potencial inmenso, pero que vive demasiado de las rentas de su emplazamiento y su nombre. Es perfecto para quienes buscan estar en el epicentro de la acción, sentir la vibración de los motores en mayo o mezclarse con la fauna internacional que inunda Nikki Beach. Sin embargo, quienes anhelen tranquilidad, lujo discreto o un servicio afinado al milímetro quizás encuentren mejores opciones en otros rincones de la riviera francesa.
Como Mónaco mismo, el Fairmont es brillante, teatral y un tanto excesivo: capaz de fascinar y exasperar en la misma jornada. Aquí, un amanecer junto al mar puede ir acompañado del rugido lejano de un motor, y un café en la terraza puede ser interrumpido por el desfile incesante de coches de lujo. Ese es el encanto, que atrae o ahuyenta.
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